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En las últimas décadas, los estudios sobre teoría política medieval han experimentado un crecimiento considerable. Ellos se han ocupado de definir la figura del soberano, el funcionamiento del poder, los principios del gobierno, el establecimiento de la jurisprudencia, etc. La literatura medieval —crónicas, textos legislativos, sapienciales y gestas— nos transmite los conceptos ideológicos sobre los que se asentó la imagen del soberano como representante de la justicia y como vicario de Dios. Sin embargo, en todo este proceso han pasado desapercibidos funcionarios fundamentales que conformaban una indispensable red de informantes necesaria para el rey. Si los gobiernos monárquicos lograron mantenerse incólumes en el poder, se debió principalmente —y fuera de todo contexto legal— a estos colaboradores diseminados por todo el territorio. Los espías, en su mayoría anónimos, informaban sobre las conspiraciones, los amotinamientos, la preparación de una guerra, un plan de asesinato o captura, tratativas entre reinos vecinos, en síntesis, toda la información para que no peligrara el poder del soberano. Las obras literarias se hacen eco, sutilmente, de los múltiples recursos de estos agentes secretos, que, con su discreción, mantuvieron los resortes del poder.
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