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Afirmaba Virginia Woolf que las mujeres han sido las grandes protagonistas de la literatura, pero no ocurre así con la
historia (1). La escritora se extrañaba de no encontrar mujeres en los libros de historia que ella manejaba, más allá de
alguna reina o dama principal que, éstas sí, aparecían, a veces incluso con sus nombres propios. De las mujeres, decía, sabemos que existían, pero en los libros de historia
sólo puede vérselas como invisibles fantasmas pululando entre las páginas que no hablaban nunca de ellas. Habría que esperar aún algunos años para que el pasado de las mujeres fuese restablecido en la pluma de unas pocas historiadoras, procedentes del feminismo, que había comenzado a
desarrollarse a finales de los años setenta en Europa y América. Hoy podemos comprender mejor por qué las cosas ocurrieron así, a la luz del camino andado en la construcción de una historiografía que denominamos historia de las mujeres y que no se constituiría como tal sino después de un largo debate y
aprendizaje no exento de conflictos. En sus orígenes estuvo la obra de Simone de Beauvoir, El segundo sexo, que, publicada
en 1949, desataría una fuerte polémica. La obra partía de la extrañeza de la filósofa ante el hecho de que las mujeres, aun
en el caso de las universitarias mejor formadas y activas en los medios sociales y políticos, se constituyeran como un segundo
sexo, determinado y dependiente del primer sexo masculino. Beauvoir debía enfrentarse con los presupuestos heredados de la Ilustración, con el esencialismo que había
considerado que la “naturaleza” femenina había sido determinante en la constitución social y política de la mujer, la cual, debilitada por su biología, se había visto sometida a la superioridad y al dominio del varón. Beauvoir admitía que, en los orígenes de la humanidad, las mujeres debieron de ser
trabadas por su biología y que la maternidad las había obligado a abandonar los trabajos más duros en manos de los hombres, así como la vida nómada; pero matizaba que las
mujeres habían sido trabadas, aún más, por las normas y leyes sociales, que siempre impusieron límites a su acción social
y política.
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