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Voy a hablar de un tema que parecerá manido, porque surge con frecuencia en todos nuestros encuentros. Nos referimos, muchas veces, a la relación del médico con el enfermo, de sus problemas. Hace un año, en Murcia, Benjamín Narbona y Jaime Merino hablaron de ello, con gran autoridad. Pero creo que es un tema esencial, que debe merecer nuestra atención, porque mantendrá su vigencia a lo largo del tiempo.
Benjamín Narbona hablaba, entre otras cosas, de la dilución o colectivización del yo, de la disminución o deterioro del sentido de responsabilidad.
Jaime Merino pedía, entre otras virtudes, altruismo, aceptar responsabilidades y limitar derechos, honestidad profesional, cultura de autoaprendizaje. Cualidades que ya se exigían al médico a finales del siglo XVI. Se escribía entonces: “el médico ha de ser temiente del Señor y muy humilde, y no soberbio, vanaglorioso y que sea caritativo con los pobres, manso, benigno, afable y no vengativo. Que guarde el secreto, que no sea lenguaraz, ni murmurador, ni lisonjero ni envidioso. Que sea prudente, templado, que no sea demasiado osado… Que sea continente y dado a la honestidad, y recogido; que sea el Médico dado a las letras y curioso; que trabaje en su arte y que huya de la ociosidad. Que sea el Médico muy leído y que sepa dar razón de todo” (Enrique Jorge Enríquez, en su Retrato del perfecto médico).
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