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Sigmund Freud creyó primero que la seducción del padre estaba en el origen de la histeria de su hija, pero luego se retractó, y afirmó que la escena en la cual papá visitaba a su pequeña era sólo una fantasía que la hija, atrapada dentro de su laberinto edípico, había inventado. La historia de esa corrección es lo que he llamado su histeriada. Su Tótem y Tabú forma parte de ella. Al decir que “en el principio”, “érase una vez”, el Padre de la Horda (ab)usó de todas las hembras de su familia hasta que sus hijos se rebelaron y lo mataron, instituyendo la prohibición del incesto, Freud consigue transformar la escena de la seducción en un residuo fantasmal del cuento original. La historia que Maese Pericles cuenta de Luscinda en Las mocedades de Ulises, de Álvaro Cunqueiro, ilustra la denuncia y el horror del hombre ante el deseo de la hija. Tiempo de Silencio, de Luis Martín-Santos, y “La hija del verdugo”, de Angela Carter, repiten nuestros turbios principios situándolos, significativamente, lejos de nosotros, en un barrio de chabolas, o en una tribu perdida.
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