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Es un hecho difícilmente refutable que nuestras sociedades contemporáneas
se han vuelto, con el paso de los años y la mejora en las condiciones de
vida, más y más analgésicas. Mientras la medicina se empeña, como
denunció en su día, acaso con cierto exceso, Ivan Illich, en extirpar el
dolor de las enfermedades, una versión vulgar de la ética ha ido creando la
doxa de que cualquier forma de sufrimiento es inhumana, innecesaria y, en
el fondo, superable. El aspecto físico del dolor no sería en este sentido más
que un revelador del espiritual. Poca sorpresa produce, en consecuencia,
que la experiencia íntima o social del dolor se viva a menudo con ciega
desesperación, pues se juzga nacida del sinsentido y de una falsa fatalidad.
En cambio, y por paradójico que parezca, la exposición a la visión del dolor
ajeno se aferra con contumacia a nuestros medios de comunicación, que
nos colman de representaciones del pesar y la congoja humanos.
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