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Los años veinte fueron, en Europa en general y en América, y a su modo
en España, momentos de explosión de las urbes. La arquitectura, las artes,
el diseño, la fotografía y, por supuesto, el cine participaron de la celebración
extática. De Paul Strand y Charles Sheeler a Dziga Vertov, de Walter
Ruttmann a Alberto Cavalcanti, de Roben Flaherty a Herman Weinberg,
no hubo capital que no tuviera su elogio. En consecuencia, el campo no
representó la cresta de ese movimiento por la modernidad: anclado en
tipología y mitos arcaicos, encarnación inmóvil de la autenticidad, heroico
apenas en algunas manifestaciones, como el esfuerzo que sugerían los
llamados Bergfilme alemanes (filmes de montaña), el campo se acomodó
en la retaguardia de una era marcada por el desarrollo.
El cine de los años treinta debutó sobre esta línea, si bien desplazando
el acento vanguardista hacia un creciente realismo: Jean Vigo, Jay Leyda,
Irving Browning ... Mas esa tensión realista impuso como corolario también
la observación atenta del campo. Quizá en ningún país se percibió este
fenómeno con tanta intensidad como en los Estados Unidos de la Gran
Depresión.
En nuestro país, la tradición de la controvertida españolada (que había
acompañado el tipismo rural durante los años veinte) cosechó un éxito
sin precedentes con Nobleza baturra y prosiguió con Morena Clara, La
Dolores ... Pero el conflicto no se hizo esperar. En el contexto de la reforma
agraria republicana, de la conflictividad laboral y social en el campo
y de la aguda represión; en el no menos delicado terreno, ya en periodo
de guerra, de las colectivizaciones forzadas, el campo se convirtió en algo
más que un ámbito de la conflictividad: fue un escenario donde se vivían
fantasías y se ensayaban relatos extremos. En el fondo, tras la visión del
campo, siempre se leía, en filigrana, el conflicto, la complementariedad,
el desajuste, con la ciudad hasta el punto de que la consideración de uno
obliga a reflexionar sobre el otro.
Los tres documentos analizados escuetamente en estas páginas nos
hablan no sólo de lo que fue, sino de lo que quería verse más allá y, en
ocasiones, a despecho de la realidad. Y ello sucedía curiosamente mientras
la visión de lo real se aproximaba más y más gracias al fenómeno del
fotoperiodismo, a medida también que la conflictividad social indujo a los
artistas a indagar en lo que tenían ante sus ojos, alejándose de las utopías
vanguardistas. Sea como fuere, estos tres documentos constituyen ejemplos
reveladores: en ellos, la cultura de los años treinta expresa sus prejuicios,
pone de manifiesto sus conflictos, se refugia en sus mitos.
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