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Si inspeccionamos el concepto intuitivo que un partícipe de nuestra cultura tiene de qué sea una persona, puede decirse que la entiende, de tomar la descripción de Geertz, "como un universo limitado, único y más o menos integrado motivacional y cognitivamente, como un centro dinámico de conciencia, emoción, juicio y acción organizado en un conjunto característico y opuesto por contraste tanto a otros conjuntos semejantes como a su background social y natural". Sin embargo, como nuestra noción de persona no sólo contiene notas psicológicas, sino también una carga valorativa, cabe añadir que una persona se piensa como un ser racional, es decir: como un sujeto que conoce y actúa elaborando y ofreciendo razones que le dan derecho a decir que conoce algo, o a justificar y reconstruir coherentemente el curso de sus acciones frente a sí mismo y los otros, de forma que se le considere moralmente responsable de lo que dice y hace. Ahora bien, la nota de la racionalidad no ha aparecido por ensalmo como elemento constitutivo de nuestra noción preteórica y teórica de persona. Asociada la racionalidad al carácter "civilizado" de los sujetos, la pertinencia de aquella nota y de éste predicado, tiene su ámbito de elaboración en el seno del discurso antropológico en un periodo de tiempo tan dilatado cual es el que abarca desde las taxonomías y maneras de exclusión, según el pensamiento griego, de lo que se consideran formas defectivas que no llegan a la dignidad plena de lo humano, hasta la polémica sobre el relativismo de los criterios de racionalidad tal y como se mostró en el debate, incesante a partir de los años sesenta, entre los universalistas de estirpe neo-frazeriana y los, por éstos, llamados relativistas. Mi propósito es fijarme en ciertos textos del discurso antropológico y ver cómo algunos fundadores de discurso, en el sentido de proporcionar las reglas de composición de textos ulteriores, han tenido el efecto de ir recortando y modulando la imagen que de sí mismos en cuanto personas o sujetos han tenido, y en gran medida todavía tienen, los destinatarios directos e indirectos de los textos antropológicos. Y ello para mostrar cómo en el contrato narrativo del texto antropológico clásico una de las cláusulas clave ha sido el considerar al otro o bien como irracional o, cuando menos, no racional en el grado en que se supone lo somos, o tenemos todas las condiciones para serlo, nosotros; o bien, si se piensa que es un peculiar civilizado, lo es a costa de que antes se haya absuelto su, prima facie, apariencia desconcertante al proyectarse sobre él un ideal civilizatorio que se ha fraguado "aquí" y que se pretende difundir y defender, también aquí, tomando al otro como espejo donde reflejar tal ideal. En primer lugar, y como ejemplo de la primera opción, examinaré a Bartolomé de Las Casas, centrándome en la Apologética Historia Sumaria y en el Argumentum apologiae que condensa su polémica con las tesis de Ginés de Sepúlveda con motivo de la Junta de Valladolid, donde se discutió la naturaleza de los indios al hilo de la cuestión sobre la legitimidad de las guerras de conquista y el modo conveniente de evangelización. En segundo lugar, y como expresión de la segunda opción, me referiré a Montaigne, centrándome en "Los Caníbales", capítulo 31 del libro 1º de los Ensayos. Finalmente trazaré alguna conexión con textos y polémicas de nuestro inmediato pasado todavía presente, refiriéndome a la polémica abierta a partir de la publicación de Comprender una Sociedad Primitiva de Peter Winch
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