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¿Quién decide lo que es una justa memoria?, ¿y quién lo que es justo en materia memorial? Ambas cuestiones deben ser exploradas considerando la importancia de la construcción de la memoria colectiva para las diferentes identidades y formas cambiantes de ciudadanía. Como individuos y como sociedades necesitamos del pasado para construir nuestras identidades, internamente plurales y en tensión, y para alimentar una visión de futuro. Sin memoria no puede haber reconocimiento de las diferencias, ni tolerancia de la complejidad de las identidades personales,políticas y culturales. Por ello mismo habría que preguntarse hasta qué punto se puede hablar de una memoria social y colectiva compacta y homogénea. En el mejor de los casos, ésta se ha elaborado mediante una variedad de discursos y de niveles de representación en competencia. De ahí también que el problema no debería ser enfocado exclusivamente a partir de la prioridad concedida a la representación del pasado -las imposturas o los anacronismos que, con razón, originan las críticas de los historiadores-, sino que habría que introducir como esencial la recepción y la transmisión de las imágenes del pasado, es decir, la intermediación de unos individuos a su vez inmersos en universos simbólicos. Por último, la memoria, las memorias interactuantes, son contingentes e inestables, están siempre sujetas a negociación en el seno de una sociedad, a su vez, cambiante. Por eso mismo tampoco está de más recordar, en la época de la musealización, lo que un día escribiera Robert Musil: «Nada hay tan invisible en el mundo como los monumentos». Al fin y al cabo, las memorias se configuran, a veces «a paso de cangrejo», y se deconstiuyen en espacios públicos dialógicos.
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