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La educación, y muy especialmente los estudios universitarios, generan beneficios individuales de carácter pecuniario y también no pecuniario. Los beneficios individuales son importantes y, precisamente por ello, muchos hogares dedican e invierten tiempo, esfuerzo y recursos monetarios en la formación universitaria de sus miembros. Además, los efectos de la educación universitaria superan el ámbito individual y generan externalidades en la sociedad que resultan muy positivas sobre variables económicas como, entre otras, la tasa de ocupación y de desempleo, la recaudación impositiva, la productividad y el crecimiento de la economía (Pastor y Peraita, 2012). También genera una serie de externalidades sociales no pecuniarias sobre, por ejemplo, la igualdad entre hombres y mujeres universitarios, la crianza de los niños, la democracia y la participación ciudadana, la satisfacción con la vida, el estado de salud, etc. (McMahon, 2009). Son precisamente los efectos económicos pecuniarios y los sociales no pecuniarios generados por la educación universitaria los que justifican que las administraciones destinen recursos públicos a financiar parte de las inversiones de los individuos en este tipo de formación.
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