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En La crisis de las ciencias europeas de Husserl, en Ser y Tiempo de Heidegger, en las Investigaciones filosóficas y en Sobre la certeza de Wittgenstein y en Dos dogmas del empirismo de Quine, de forma inmediata o mediata, damos con algo que es común. Hoy podemos expresarlo de forma casi trivial reduciéndolo a tres puntos. Primero, la unidad de significado no es la oración (o la proposición), sino que ésta queda suplantada en esa su función (con lo cual el concepto de significado casi se volatiliza) por una instancia en la que el hablante está y en la que el hablante ha de entenderse de antemano como condición de que lo que dice puede tener sentido. Saber hablar, decimos, no es distinto del saber de, y entenderse en, la textura formal y material de un 'mundo'. Segundo, si decimos que hablar es siempre hablar con alguien sobre algo, ello desde luego implica la suposición, la realidad, o la necesidad de un mundo compartido en sus rasgos esenciales. Ser entes dotados de logos, dotados de la capacidad de hablar, significa, por un lado, tener mundo, pero, por otro, un mundo que los hablantes han de compartir para poder entenderse. Tercero, por cuanto que a nuestro hablar le es inherente una pretensión de verdad, lo que acabo de señalar implica de forma casi inmediata un replanteamiento de los problemas concernientes a validez y verdad.
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