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Amela Rueda, Rafael
Bea Pérez, Emilia (dir.) Departament de Filosofia del Dret Moral i Politic |
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Aquest document és un/a tesi, creat/da en: 2016 | |
A mi modo de ver, la tesis de Weil de la existencia de una verdad universal en una pluralidad de culturas resulta ser una aportación al problema del diálogo intercultural e interreligioso, que merece ser considerada en tanto supone una postura que difícilmente encuentra parangón. Una convivencia auténtica de los seres humanos y sus sociedades pasa irremisiblemente, a ojos de esta pensadora, por el esfuerzo siempre renovado de hacer lo imposible por realizar la verdad en la vida individual y colectiva de los pueblos. Sólo desde ese afán compartido, desde esa construcción espiritual de los hombres y sus sociedades, puede reconocerse aquella esfera común que los seres humanos, por el hecho de serlo, compartimos. Lógicamente, esta visión de las cosas se aparta de la compañía de cualquiera de las nociones o propuestas que restringen el tema de la verdad a un aspecto nuclear de la vida privad...
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A mi modo de ver, la tesis de Weil de la existencia de una verdad universal en una pluralidad de culturas resulta ser una aportación al problema del diálogo intercultural e interreligioso, que merece ser considerada en tanto supone una postura que difícilmente encuentra parangón. Una convivencia auténtica de los seres humanos y sus sociedades pasa irremisiblemente, a ojos de esta pensadora, por el esfuerzo siempre renovado de hacer lo imposible por realizar la verdad en la vida individual y colectiva de los pueblos. Sólo desde ese afán compartido, desde esa construcción espiritual de los hombres y sus sociedades, puede reconocerse aquella esfera común que los seres humanos, por el hecho de serlo, compartimos. Lógicamente, esta visión de las cosas se aparta de la compañía de cualquiera de las nociones o propuestas que restringen el tema de la verdad a un aspecto nuclear de la vida privada de los individuos, sin apenas voz y asociada al conflicto, como sucede en los casos de la tolerancia, el cosmopolitismo universalista y la política intercultural o de mínimos éticos compartidos. Es cierto que, tras el fracaso del sueño ilustrado, el pensamiento postmoderno hubo de afrontar la necesidad de derribar los enquistados puntales del pensamiento occidental, sin embargo, nuestros días reclaman la tarea de reemprender la búsqueda de fundamentos en los que sustentar la nueva realidad presente. En tales circunstancias, cierto es también que apostar por fundamentos sólidos es a ojos de muchos una osadía, y más probablemente si el fundamento por el que se apuesta está cargado de historia, de pasado. Tal vez sean éstas algunas de las razones por las que el pensamiento filosófico, político y moral de nuestro tiempo se mueve en el terreno de mínimos éticos universales en su intento de gestionar una convivencia social sana y rica en diversidad. Y quizá también la razón por la que parte de la filosofía haya derivado a una suerte de hermenéutica crítica de las profesiones, de filosofía científica o analítica, según los casos. Sin embargo, creemos que la filosofía de Simone Weil presenta una actualidad enorme que ofrece no sólo perspectivas críticas respecto a la desigualdad económica, la precariedad laboral, las lagunas de la democracia, la ausencia de referencias éticas comunes y respecto al desarrollo de poderes cada vez más lejanos e inexorables, sino también enfoques de enraizamiento en la verdad y la justicia que merecen atención.
La investigación que he llevado a cabo acerca de la unidad de la verdad y la pluralidad de las culturas en Simone Weil ha resultado ser tan atractiva como difícil, debido a la enorme profundidad de su pensamiento y al peculiar carácter del mismo. A nuestro modo de ver, se trata éste de un tema de enorme interés dentro de la obra de Weil, que no ha sido lo suficientemente roturado por analistas y estudiosos, y en el que hemos creído que era posible hacer ciertas aportaciones, en la medida de nuestras posibilidades. El objetivo inconmovible de este trabajo ha sido el de intentar demostrar la existencia en la obra de Weil de una verdad única, universal, eterna, y sobrenatural, que palpita a lo largo de la historia, y exhibe su fulgor encarnada en diversas culturas y civilizaciones. Para ello ha sido necesario reconstruir el núcleo fundamental de los principios, nociones y valores que constituyen la esencia de la verdad en la obra de Weil. Se trata, pues, de una empresa ambiciosa tanto por el fin al que apunta como por el camino que conduce al mismo. La profundidad del pensamiento de Simone Weil, el cual siempre muestra menos de lo que dice, su carácter fragmentario e inclasificable, su constante revisión, y la propia temática de la investigación, hacen que ésta no resulte una tarea fácil de ejecutar. Por otra parte, el carácter elíptico, asistemático e ilógico, mediante el que se expresa la filosofía weiliana, su sensibilidad espiritual próxima al misticismo, la constatación de diferentes etapas e influencias en su pensamiento, así como la diversidad de temas tratados en una obra singularmente vasta en contraste con la brevedad de su vida, presentan sus propias dificultades.
Tales escollos han marcado, no obstante, la metodología específica a seguir. Evitar la parcialidad y acotar la investigación a los objetivos marcados en la misma han constituido los pilares metodológicos fundamentales. Para ello resulta imprescindible el establecimiento de límites que impidan el desvío de nuestro objeto de estudio y permitan su focalización. En este sentido, hemos establecido límites al carácter profuso del pensamiento de Weil (debido a que, prácticamente cualquiera de las nociones y temas abordados, manifiesta una hondura tal que le hace susceptible de ser objeto de investigación por sí mismo), a su dispersión y amplitud, a las continuas conexiones entre ideas, principios, temas y áreas que trata, así como a la exposición de la unidad de verdad. Respecto a esto último, hemos intentado evitar una presentación superficial y resumida de su filosofía, sin por ello convertir el trabajo en un recorrido a través de todas las dimensiones de su obra, para lo cual hemos echado mano de todas aquellas nociones y elementos fundamentales inscritos en las diversas fuentes culturales de las que Weil bebió, haciendo así hincapié en el tema que nos ocupa, y mostrando su relieve. Por otro lado, hemos acudido a la bibliografía secundaria a la hora de ofrecer un estudio contrastado y enriquecido con las aportaciones de aquellos análisis que presentan una mayor relación con nuestra investigación. Por nuestra parte hemos intentado ofrecer una visión fiel del pensamiento weiliano y una posición equilibrada respecto a nuestros juicios valorativos sobre el mismo.
En cuanto a la estructura de la investigación, ésta presenta dos partes, una primera referida a la pluralidad de las culturas a las que Weil acudió a la hora de configurar su pensamiento, y una segunda parte en la que se expone la verdad universal entendida como cristianismo esencial, weiliano, aun cuando el orden de las partes podrían también haberse invertido.
En esta primera parte destaca el análisis dedicado a Grecia, fuente primordial del pensamiento weiliano, sólo superada por el cristianismo. La literatura y el pensamiento filosófico y científico griegos vertebran este apartado. En él se lleva a cabo un análisis de los principales elementos constitutivos de la verdad que Weil extrajo de obras como La Ilíada, Antígona, Electra, Agamenón, Zeus y Prometeo, y se indaga acerca de las ideas y fundamentos principales de la verdad universal inscritos en la doctrina pitagórica, en el pensamiento de Heráclito y en el de Platón.
La sublime y desgarradora interpretación que Weil realiza de la Ilíada ofrece un cuadro del universo de la gravedad moral a partir de la noción de fuerza. La sanción que la ὕβρις conlleva, el azar como destino ciego, como balanza de Zeus, el carácter ilusorio propio de la fuerza, la muerte como horizonte, la ciudad como μεταξύ, la justicia divina como imparcialidad, son nociones que se ponen aquí de manifiesto. La cruda expresión de la gravedad moral que todo lo invade resalta, al mismo tiempo, los momentos de amor puro, de bien, ofreciendo un vivo contraste entre las dos leyes existentes en el universo: la gravedad y la gracia. Por su parte, en mitos como el de Prometeo, así como en las tragedias del teatro griego antes señaladas, además de volver a expresar la idea de límite, proporción, medida y la sanción de la desmesura, destaca, ante todo, la idea de mediación, entre Dios padre e hijo, entre Dios y el hombre, y por tanto la idea de Mediador como Dios encarnado, como ser hecho maldición. En este sentido, se muestra también la gracia como encuentro y reconocimiento del Amor consigo mismo, de Dios a través del hombre. En Antígona, además de repetirse algunos de elementos apuntados, sobresale la idea de búsqueda del hombre por parte de Dios, tema presente también en el Fedro, el Himno a Deméter, el relato del rapto de Core, y en obras del folklore como el Duque de Noruega. En general, las tragedias de Sófocles presentan la enseñanza de que nada hay que secuestre la libertad interior. En ellas los protagonistas padecen la desdicha, la humillación, la injusticia y el sufrimiento sin que por ello el amor y el deseo de bien claudique. En todas está presente el drama de la soledad y de la debilidad del individuo y en todas ellas se muestra cómo la pureza vence sobre la impureza, y es por ello que Sófocles es considerado para Weil el poeta griego en el que la inspiración cristiana se hace más patente.
Pero la idea de Mediación, de proporción, límite, y armonía no ha venido dada sólo de la mano de las letras, la doctrina pitagórica confirmará esta misma idea a través de la matemática. La creación posee el sello de lo divino, existe la proporción incluso entre los números inconmensurables (λόγοι ἀ-λόγοι), la mediación se halla, pues, por doquier en la realidad. Lo ilimitado no puede ser real, sino que en su oposición a lo que limita da lugar a una armonía sobrenatural, fundamento de la belleza, del cosmos universal y de la posibilidad en el hombre por medio del conocimiento de la asimilación a ese orden. Verdad, bien y belleza quedan así anudados por medio de las matemáticas.
Por su parte Heráclito va a abundar en muchas de las ideas que venimos señalando, si bien su carácter oscuro y sentencioso invita a interpretaciones diversas, algunas de las cuales pueden situarse en posiciones opuestas a la verdad universal weiliana. Por otro lado, Simone Weil no interpreta los aforismos, sino que únicamente los recoge, lo que nos ha obligado a realizar un ejercicio hermenéutico en el que no hemos querido excedernos, apuntando únicamente aquellas interpretaciones más plausibles que, a nuestro modo de ver, son coincidentes con la verdad universal.
En cualquier caso, para Weil la espiritualidad griega hallará en Platón su expresión máxima. Su aportación a la verdad universal no posee parangón, pues en él se halla la práctica totalidad del acervo filosófico griego fundado en la verdad universal, aportando el marco ontológico, antropológico, gnoseológico y ético-político en el que los principales elementos de esta verdad única quedan coherentemente integrados y relacionados. El dualismo ontológico y antropológico de Platón, su caracterización del alma, de la creación, de las vías de acceso al Bien (amor, belleza y conocimiento), y de la justicia a nivel individual y político, representan, a ojos de Weil, las intuiciones precristianas más próximas a su manifestación plena en Cristo dadas en Occidente. El amor desmedido por Grecia, y por Platón en particular, le hará optar siempre por una interpretación del cristianismo en clave griega, rechazando la tradición hebrea del antiguo testamento como preludio a la Encarnación.
Pero no sólo Occidente ha vaciado su alma a la espera de Dios, también en Oriente podemos hallar huellas inequívocas de culturas y religiones que han participado de la verdad universal. La aportación que el pensamiento oriental presenta en la filosofía de Weil no es en modo alguno anecdótica, ni tampoco un hecho sin excesiva relevancia que únicamente sirve a los propósitos de esta investigación, sino un elemento relevante que ayuda a configurar la originalidad de su pensamiento y que da fe de su coherencia intelectual. Sin Oriente no puede comprenderse plenamente la idea de aceptación del vacío, la acción no actuante, el desapego, la descreación, la contradicción, lo imposible, la destrucción del mal, nuestro verdadero ser o la gracia, nociones todas ellas esenciales a la verdad universal. Así, el budismo ha desarrollado la idea de desapego, entendida como un desasirse del mundo y de los deseos que nos atan a él, un des-prenderse de la ilusión de ser colmado por él, una renuncia activa a los bienes de este mundo. En el budismo zen el kôan se caracteriza por su carácter paradójico, es aquello que pone o se sitúa "al (otro) lado" del "pensar o parecer" en la medida en que trasciende el pensamiento lógico-conceptual. El kôan hace así patente la necesidad de la intuición como victoria frente los obstáculos dialécticos a los que conducen los senderos de la razón. El hinduismo, por su parte, aporta la noción de âtman, que se corresponde con nuestro verdadero sí mismo, y que idéntico al Brahman, si bien carece del carácter personal del cristianismo. En cuanto a la noción de dharma, además de referirse a nuestro verdadero ser, es el fundamento de la acción no actuante y el cumplimiento del deber, o de la voluntad de Dios.
En contraste con todas estas aportaciones, Roma e Israel representan en Weil la encarnación del mal en lo referente a la colectividad humana, el paradigma de la idolatría. Para ella, la nación, la raza, la creencia de ser portador de civilización y de ser el pueblo elegido, son las condiciones idóneas para que la gravedad se exhiba en toda su crudeza. Son muchos los estudiosos de Simone Weil que han denunciado la falta de rigor histórico y de una investigación sistemática acerca de la historia de Israel y Roma, y que han criticado su acomodación de los hechos históricos a sus tesis filosóficas fundamentales. Junto con ello, hay también quienes han señalado su desconocimiento de la religión judía. El problema, en cualquier caso, es si realmente puede caracterizarse toda una cultura o civilización de forma tan general, sin excepciones, o lo que es peor, haciendo de las excepciones casos que confirman la regla. Y esto valdría tanto para las civilizaciones impregnadas de luz como para las que son estandarte de las tinieblas. Tal vez es en la tendencia a absolutizar que se percibe a lo largo de la obra de Weil, donde reside el origen del carácter hiperbólico de sus críticas y adhesiones.
De este modo, una vez analizadas las diversas fuentes culturales de las que se nutre la verdad esencial weiliana, procedemos a su exposición en la segunda parte de nuestro trabajo. Hemos dicho que se trata de una verdad cristiana, pero de un cristianismo esencial, weiliano, y por consiguiente, de un cristianismo que difiere del oficial o institucional. En realidad, casi todas las tesis que la impiden abrazar el catolicismo provienen de la conducta histórica de la institución, pero también de un rechazo de la confesión cristiana como la única verdadera, como bien señala C. Ortega en la introducción a la edición castellana de Carta a un religioso. El poder terrenal, imperial e idolátrico, de la Iglesia es esencialmente contrario al auténtico mensaje cristiano, razón por la cual la verdad universal no puede identificarse con ella. Su gregarismo y, en consecuencia, su falta de catolicismo, del que deriva su asociación con la fuerza y su espíritu de conquista, van en contra de la tesis de una verdad universal encarnada en una pluralidad de culturas a lo largo de la historia, pre-cristianas desde un punto de vista cronológico, pero esencialmente cristianas. Es por ello imprescindible realizar una criba entre la verdad universal cristiana, defendida por Weil, del cristianismo de la Iglesia. Y aquí es donde el análisis anterior de Roma e Israel se revela inevitable, pues este aspecto idolátrico de la Iglesia encuentra su asiento, según la interpretación de Weil, en estas dos civilizaciones, lo cual es menos plausible. Así, la concepción de la divinidad como potencia y la de creación que de ella se deriva sostenidas por la Iglesia, su uso de la idea de inmortalidad, del dogma y de los sacramentos como condición de salvación, su idea de los milagros, la perversión que en los mártires se da de la Pasión, y ante todo, la cosmovisión religiosa heredada del Antiguo Testamento, serían deformaciones del mensaje de Cristo (entendido más bien como metáfora, como símbolo por excelencia, como idéntico a la verdad, que como figura histórica), cuyo origen se encuentra de un modo u otro en la influencia perniciosa de Roma e Israel.
No obstante, aunque pueda ponerse en entredicho el origen romano y hebreo del mal en el catolicismo, lo que resulta importante destacar en relación con el objetivo de nuestra investigación es la impresionante coherencia que existe entre las ideas que han ido analizándose de la mano de Grecia y de Oriente con la verdad tal y como Weil la entiende, esto es, como eterna, sobrenatural y esencialmente cristiana. Es en este punto donde el trayecto que comenzaba en los albores del pensamiento mítico heleno llega a término, cerrando así el círculo que anuda la verdad a la verdad y dando crédito a la tesis de una verdad universal pluralmente manifestada. La verdad como cristianismo esencial ofrece, pues, el mapa completo en el que situar las verdades anteriores, la explicitación de aquellas ideas intuidas, anticipadas, que encuentran ahora fundamento en el que descansar y adquirir completo sentido. En tanto que cristianismo weiliano, la verdad única se expresa mediante las nociones fundamentales del pensamiento de Weil. A su tratamiento hemos dedicado la última parte de la investigación. Las nociones que hemos elegido analizar separadamente y de forma pormenorizada, con el fin de dotar de unidad y coherencia a las ideas previamente analizadas de la mano de las diferentes fuentes culturales son: la desdicha, la gravedad y la gracia, el amor, el problema del mal y la contradicción. La desdicha (malheur) es el eje central sobre el cual giran los pilares fundamentales de su pensamiento metafísico, tales como la necesidad, la libertad, y el amor sobrenatural. En torno a ella giran también la gravedad y la gracia, y debido a esa lógica del amor que desborda las leyes de la razón, desdicha y verdad (bien y belleza) son inseparables. Por su parte, las nociones de gravedad y de gracia ponen de manifiesto la filosofía profunda y original de Simone Weil. Mediante ellas Weil consigue fundamentar todos los movimientos espirituales del hombre, ofreciendo una explicación para el comportamiento humano, su autocomprensión y trascendencia, logrando mantener una posición coherente con el resto de sus presupuestos filosóficos. No obstante, la verdad universal no puede ser cristiana si no se funda en el amor. El amor como locura, imposibilidad, como lógica supraracional, es la verdad, el Bien, Dios, y por consiguiente, el modo exclusivo de abstenerse de la gravedad moral. Pero el amor, el deseo de bien y la libertad como consentimiento sólo pueden derivar de un mundo donde existe el mal. Amar a Dios requiere, necesariamente, hacerlo a través del mal. Como vemos, la verdad esencial es contradicción, y lo es desde el punto de vista de la razón, por lo que es al mismo tiempo método orientado a la verdad (mística) y el criterio de la realidad. La contradicción es la condición del bien verdadero, la puerta de acceso a Dios, la fuente del sufrimiento, y por tanto, una forma más de definir la cruz en Weil.
De todo lo dicho concluimos, pues, que la tesis acerca de la unidad de la verdad y la pluralidad de las culturas es una tesis eminentemente filosófica pero que posee implicaciones históricas, y es aquí donde Weil muestra ciertas debilidades. La falta de criterios historiográficos o hermenéuticos, y la influencia de sus tesis filosóficas sobre sus juicios e interpretaciones de la historia, dan lugar a deformaciones o exageraciones en su caracterización de las culturas, tanto en sentido positivo como negativo. La identificación con el mal de Roma, y sobre todo, de Israel, debido a su conexión con el cristianismo, produce una incompletud en la tesis weiliana acerca de la verdad universal.
En segundo lugar, si nuestro juicio respecto de la existencia de una verdad universal a través de las culturas pretende ser ecuánime, hemos de apartarnos necesariamente de una defensa de máximos en lo que a esta verdad se refiere, y limitarnos a constatar el conjunto de ideas, principios, y nociones fundamentales, en el que esa verdad se hace patente con una mayor claridad. Esto no quiere decir que no valoremos las intuiciones y posibles relaciones que Weil establece en lo que a su simbología comparada se refiere, ni que pensemos que se trata de analogías meramente formales. Sin embargo, no podemos ofrecer un juicio acerca de la verdad universal a favor ni en contra a partir dichos elementos, pues carecen de un carácter demostrativo.
Concluimos, sin embargo, y a pesar de las consideraciones anteriores, que Weil demuestra sobradamente la existencia de un núcleo de ideas, valores y principios fundamentales, que diversas civilizaciones a lo largo de la historia han hecho suyos, y cuyo análisis se ha ido llevando a cabo a lo largo de nuestra investigación,
En cuarto lugar, que Weil califique la verdad de cristiana manifiesta una preeminencia del cristianismo respecto al resto de religiones. Desde su perspectiva, la verdad es susceptible de ser calificada de cristiana en la medida en que el cristianismo es la expresión más manifiesta de un Dios que es amor, personal e impersonal a un tiempo, de un Dios que se hace carne y padece hasta el extremo la desdicha por amor al hombre, y que es la oposición perfecta a la fuerza. En este sentido, como Weil sostiene, el cristianismo expresa de manera insuperable las intuiciones de tipo filosófico, científico y religioso que en esta misma línea han ido manifestándose en otras culturas y civilizaciones. Es por ello que ideas apuntadas en Grecia como la mediación, la armonía de opuestos, la proporción, la geometría, el cosmos, la belleza, el impulso erótico y la contradicción, así como las relativas al kôan, el dharma, el âtman, el Brahman, el desapego y la acción inactiva, en Oriente, quedan integradas y superadas en la verdad cristiana, razón por la cual el cristianismo puro y no institucional se identifica en Weil con la verdad. Pero esto sólo se justifica, a su vez, por el hecho de que cada religión explicita cierto núcleo de la verdad universal y deja implícito otro. Así, por ejemplo, el hecho de que en el hinduismo no se contemple la Encarnación, no quiere decir que, en su esencia, la verdad del hinduismo no participe de la verdad universal cristiana y, por tanto, no contenga, implícitamente, la idea de Encarnación. Esto significa, a su vez, que la encarnación de la verdad, al ser distinta en cada civilización, no tiene por qué ser equivalente. Pero visto así, el cristianismo subsumiría al resto de confesiones, y resolvería la cuestión de la verdad a favor de una única encarnación de la verdad y en detrimento del pluralismo. Por ello es imprescindible recordar que, para Weil, existen verdades explícitas fuera del cristianismo, y que no es posible establecer una jerarquía entre religiones. Una religión sólo se conoce desde el interior, en su interior ese conocimiento es adhesión y, por consiguiente, identificación con la verdad, como le sucede a Weil con el cristianismo. Weil mantiene así su amor incondicional por la verdad, por el cristianismo y por todos los tesoros culturales que se hallan en otras culturas.
Por último, aunque asentada en la eternidad, la propuesta de Weil, es una propuesta viva, de análisis crítico de su tiempo y de proyecto futuro. Ésta nos recuerda la importancia de la persistencia en el deseo de esa verdad, el respeto incondicional que le debemos a todo ser humano, la necesidad de echar raíces como medio de satisfacción de las necesidades anímicas y corporales, el valor de la idea de límite en todos los aspectos de la vida individual y colectiva, y la atención que reclama el desdichado. Nos recuerda también los peligros de la caída en la idolatría de lo colectivo, en los dominios de la fuerza, o en la ilusión colmadora de vacíos, y desde la crítica a los principios económicos, políticos y morales de su tiempo, ofrece un nuevo modelo para el futuro a partir de una mística del trabajo.
RAFAEL AMELA RUEDA
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