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La historia es una disciplina de verdad. Eso significa que cuenta con un auténtico repertorio de conocimientos adquiridos. Los conocimientos se obtienen aplicando un protocolo y respetando unas normas.
El profesional de la historia se ciñe a los documentos. El historiador se limita a la consulta y al examen de los restos del pasado. De esos vestigios o atisbos, el investigador extrae informaciones, siempre parciales, pero informaciones que somete a crítica interna y externa: en el documento observa el hecho, aventura un significado y examina las condiciones materiales de su realización y recepción.
El historiador narra lo que en principio sólo son datos inconexos. Los detalla, los clasifica y los cuenta. Efectivamente, hechos que fueron reales y simultáneos se ordenan en la historia de quien la escribe. Al hacer esto, el historiador se aproxima a la literatura: la historia es exacta y remotamente un género literario. Cierto: el historiador narra con orden, convirtiendo en palabras lo que fueron hechos, materiales, imágenes o también palabras.
Eso no significa que el historiador escriba ficciones. Sólo significa que la imaginación está presente en su tarea: cuando supone o conjetura, cuando completa hipotéticamente lo que el documento no le da. Pero el profesional de la historia no fabula.
El profesional de la historia interpreta y explica. Interpreta las acciones y sus intenciones. Los historiadores saben menos que los antepasados, saben menos que quienes tienen algo que testificar. Esa carencia los investigadores la suplen con conocimientos y documentos que de primera o de segunda mano ayudan a comprender actos y a explicar consecuencias.
En efecto, el historiador explica el contexto, la circunstancia, el marco de las acciones, las causas que los individuos no suelen conocer cuando actúan, cuando acometen empresas particulares o comunes. Los historiadores, pues, saben más que los sujetos históricos.
Saben más del pasado de la humanidad. Y organizan esas informaciones de acuerdo con las reglas comunes de su profesión. En este sentido, la historia se aproxima a la ciencia, aunque no sea ciencia. Al menos no puede ser ciencia experimental: el investigador no puede reproducir las condiciones de un fenómeno. Antoine Prost es un eminente historiador de la sociedad francesa del siglo XX, a cuyos grupos sociales, instituciones y mentalidades ha dedicado muchos de sus esfuerzos, en especial al movimiento obrero. Ha sido director del Centre de recherches sur l'histoire des mouvements sociaux et du syndicalisme (Centre d'histoire sociale du 20' siècle) y presidente de la asociación Le Mouvement social (que publica la revista del mismo nombre). Además, es uno de los estudiosos más destacados de la Gran Guerra, razón por la cual preside el comité científico de la Fondation nationale de la Résistance, de la Mission du Centenaire de la Première Guerre mondiale y del Mémorial de Verdun. Igualmente, es un reconocido especialista en asuntos educativos, con importantes obras sobre el tema y un compromiso social y político muy reconocido. Todo ello sin olvidar su señalada contribución a las reflexiones historiográficas, de lo que da buena cuenta este volumen. Antoine Prost (1933) es actualmente profesor emérito en la Universidad Paris I-Panthéon-Sorbonne y, entre sus variadas distinciones, cuenta con las de Commandeur de l'Ordre national du Mérite, Commandeur de la Légion d'honneur y Commandeur des Palmes académiques.
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