|
La presentación de los sonetos de Shakespeare exige un breve análisis de cuatro temas: la tradición de colecciones de sonetos; el texto único de la versión de Shakespeare; la propia forma poética; los temas principales, históricos y originales de su versión. La tradición de idealizar una amante refinada provenía de las representaciones musicales y orales de los trovadores, ratificadas por los escritos de Dante y puestas de moda en toda Europa por el Cancionero de Petrarca. La imitación del maestro era muy habitual en todo el continente desde principios del siglo XVI. Sin embargo, su llegada a Inglaterra no fue hasta finales de dicho siglo. Cuando se imprimieron los sonetos de Shakespeare en 1609, la moda ya se había extendido e incluso había sido objeto de sátira. Las posturas y las metáforas se habían vuelto banales, eran objeto de burla. Pero el examen serio de la emoción personal, que sería más tarde reconocido como el “ser”, quedó en la tradición, enriquecido por autores italianos y preparado para su desarrollo. Shakespeare lo desarrolló con indolencia, haciendo circular algunas poemas manuscritos, sin prestar atención a que fuesen impresos (actitud contraria a su meticulosidad con la impresión de sus poemas narrativos, Venus and Adonis y The Rape of Lucrece). Los sonetos fueron recopilados por un editor emprendedor, y no tuvieron una reimpresión (puesto que la moda se había pasado ya) hasta 1640. No obstante, el dominio de su forma y de sus diferentes posibilidades estructurales –sintácticas y prosódicas– demuestra una intención deliberada, poco indolente. Además, esta idea se refuerza por la inversión de los temas usuales: los primeros 125 poemas se dirigen no a una cortesana, sino a un joven aristócrata. La primera docena y media de sonetos argumentan a favor de la reproducción, en lugar de hacia la habitual defensa de la seducción. Las últimas dos docenas de sonetos se dirigen a una mujer, y tratan la pura y cruda realidad de los placeres y de las traiciones sexuales. Parece evidente que Shakespeare juega expresamente con las expectativas estereotipadas de sus lectores cultivados: los abogados y los corredores que eran los auditores y los patrones de su teatro. Lo que el poeta prometía al muchacho -nunca a la mujer- es una versión de lo que Horacio y Ovidio se prometieron a ellos mismos: la inmortalidad literaria, el poder de la lengua hablada como desafío a la muerte. Este es su tema más importante, así como el examen proporcionado por toda la tradición: la psicología moral del amor, de la que Shakespeare sigue siendo nuestro mayor analista antes, e incluso después, de Freud.
|