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Estructuralmente, el Reino de España se encuentra hoy en una situación en la que su modelo de distribución del poder, sometido a una enorme presión por parte de la población de ciertas zonas del Estado, que parecen conformar ya la mayoría de la ciudadanía al menos en Cataluña, no tiene visos de ser modificado fácilmente en esa dirección gracias a la asimetría de las preferencias y la desproporcionada capacidad de bloqueo de otras zonas del país. No parece, pues, fácil lograr una solución que estabilice satisfactoriamente la situación a medio plazo -más allá de medidas coyunturales o cambios a corto plazo que puedan alejar el riesgo sólo por un tiempo limitado- y, en ausencia de esas necesarias reformas, el 'proceso de desconexión catalán' está llamado a continuar. Paradójicamente, será así en gran parte gracias a la rigidez de la interpretación dominante en nuestra doctrina y al nulo intento por ofrecer soluciones de composición de los intereses en conflicto dentro del actual marco constitucional. La combinación de una interpretación que rechaza todas las soluciones planteadas para ello, de la reforma estatutaria (2006-2010) a la realización de un referéndum acordado (2012-2013) o al desarrollo de un proceso participativo consultivo (2014) con la extrema dificultad en la práctica de lograr la flexibilización introduciendo cambios constitucionales en la línea necesaria para minimizar el conflicto es una bomba de relojería política que permite augurar un incremento de la tensión, al no ser capaz el Derecho público de cumplir satisfactoriamente con su función de facilitar la resolución de este tipo conflictos. Ante un previsible choque, con placas tectónicas que se desplazan lenta pero inexorablemente en direcciones opuestas, la función de estas reglas o de una reforma constitucional, inteligentemente empleadas, debiera ser permitir liberar presiones y no contribuir a acumularlas. No da la sensación de que lo estemos haciendo demasiado bien en España.
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