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Desde hace varias décadas, los estudios sobre los perpetradores de violencias de masas han gozado de un creciente reconocimiento en diversos ámbitos disciplinares; un reconocimiento que, por otro lado, no ha estado exento de cierta polémica. Diversas han sido las posturas manifestadas al respecto; desde aquellas que rechazan y cuestionan la legitimidad -fundamentalmente amparadas en razones morales y éticas- de tomar a los perpetradores como objeto de investigación hasta aquellas que defienden -y demuestran- la importancia de hacerlo en un esfuerzo por aproximarse a un fenómeno tan complejo como es el de la perpetración. El protagonismo otorgado a la víctima, que por ser el destinatario último de la perpetración no ha necesitado de mayor justificación para su estudio, ha ofrecido, en ciertas ocasiones, resistencias a la incorporación de la figura de los perpetradores en las investigaciones sobre la violencia de masas. No obstante, esta centralidad de la víctima ha obviado o no ha sido capaz de responder a algunas de las cuestiones esenciales que rodean a la perpetración: ¿en qué momento una sociedad rechaza y trata de expulsar de su cuerpo a un segmento poblacional que la integra?, ¿cómo un sujeto es capaz de cometer actos de una violencia -en apariencia- inimaginable?, ¿qué razones le empujan a hacerlo?, ¿bajo qué condiciones son posibles dichos actos?
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