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El empleo de psicofármacos en un situación determinada depende de diversos factores, de entre los que podemos destacar dos: el modelo de enfermedad mental que consideremos y las circunstancias socioeconómicas en las cuales se produce la intervención.
Respecto a lo primero, el criterio para decidir la prescripción de un psicofármaco será diferente según contemplemos la enfermedad mental como una entidad de base puramente biológica, relativamente independiente de los acontecimientos externos –en el sentido de que estos últimos solo son considerados factores precipitantes, pero no factores causales–; o que la consideremos como el resultado de una serie de factores de índole diversa –el manido modelo biopsicosocial–, donde el empleo de fármacos será una medida más, no la única ni la más importante, aunque a veces la más disponible, para intentar el manejo del cuadro. Como señalan algunos (Eisenberg, 1997; Rapoport, 2013), se trata de un movimiento pendular que oscila entre ambas posiciones y que conlleva el riesgo de caer en un reduccionismo biologicista… o psicologicista.
En cuanto a las circunstancias socioeconómicas, la mayor o menor disponibilidad de recursos familiares, asistenciales, de apoyo, etc., puede llegar a determinar que el empleo de fármacos sea el recurso principal o sólo una más de las intervenciones en juego. Frente a las voces que se alzan contra el exceso de empleo de medicación, están aquellas otras que hablan de la cantidad de casos infradiagnosticados y, por tanto, infratratados (Taylor, 2013).
Así pues, el empleo de psicofármacos en niños y adolescentes siempre debe formar parte de una estrategia global de tratamiento que contemple e integre la utilización de otras medidas terapéuticas.
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