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Durante la primera mitad del siglo XVIII, la escena musical europea está protagonizada por diversos estilos instrumentales con un marcado acento nacional, resultado de la herencia del convulso siglo anterior, y que confluirán en la creación de un lenguaje instrumental que hará posible la materialización de la forma musical más importante dentro del género orquestal: la sinfonía. La obra de los grandes compositores que sentarán las bases del género sinfónico desde entonces, Haydn y Mozart principalmente, no hubiera sido la misma sin la síntesis integradora de estilos que se produce a lo largo del siglo. Distintos elementos extra musicales (filosóficos, políticos, sociales, etc.) inciden directamente en la búsqueda de un estilo europeo que armonizó lo mejor de cada tradición nacional para conformar un lenguaje que ha significado una de las producciones más importantes de nuestra historia musical. Culminado ese proceso y conocidas las consecuencias dramáticas de ese delirio racional que intentó iluminar a la sociedad europea, y que tan bien ilustró Francisco de Goya, Beethoven es capaz de sobreponerse al vacío que nos dejó el enorme desengaño de tan altos ideales, para volver a conjugar en su última sinfonía todos los elementos originales de aquella tradición dieciochesca y producir un universo sonoro que vuelve a recuperar algunos de los paradigmas más hermosos de nuestro devenir cultural. Más allá de las palabras de Schiller, este artículo intenta subrayar los elementos compositivos que se integran en la más célebre de las sinfonías beethovenianas como ejemplo inspirador para superación de las tentativas nacionalistas y los conflictos que hoy vuelven a surgir dentro de nuestro espacio europeo.
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