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Vivimos en una sociedad hipervigilada que nos convierte, prácticamente, en ciudadanos de cristal; donde no parece quedar sitio alguno para esconderse. Es una vigilancia que se desarrolla en diferentes ámbitos y por diversos agentes, públicos y privados, y, por consiguiente, con objetivos distintos. Desde un punto de vista práctico, esta vigilancia ha sido profundamente transformada por la tecnología. El siglo xx enfrentó a juristas, legisladores y tribunales al reto de preservar nuestros derechos ante los avances de la tecnología. Desde la década de los ochenta del pasado siglo la aceleración de la tecnología ha revolucionado las posibilidades de la hipervigilancia definiendo un escenario de vigilancia líquida, en palabras de Bauman, con herramientas muy variadas. Las cámaras se miniaturizan al tiempo que ganan en calidad, la tecnología denominada internet de los objetos multiplica los sensores y la posibilidad de trazar prácticamente cualquier persona o cosa, los servicios de inteligencia pueden intervenir teléfonos móviles, ordenadores, tabletas o televisiones inteligentes y activar remotamente sus micros y cámaras, la analítica de datos alimenta sistemas de inteligencia artificial usados por la policía para definir prioridades de actuación, la geolocalización ubica permanente a cualquier persona en cualquier espacio, entre otros ejemplos.
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