|
En numerosos relatos contemporáneos sobre el terrorismo de Estado en Chile puede notarse una cierta fascinación en tor-no a figuras que no encajan claramente en las categorías clásicas de la víctima o el perpetrador. Figuras ambivalentes que parti-cipan en diferentes grados en la represión y en la violencia, pero cuya responsabilidad queda en una zona oscura al haber sido, de algún modo, víctimas también de ella. ¿Puede juzgarse a una persona que colaboró con la represión tras haber sido víctima de ella?, ¿puede la necesidad de sobrevivir en condiciones de violencia justificar actos que supusieron un daño flagrante para otras personas? Esas y otras preguntas similares han atravesa-do algunos de los debates más importantes de la posdictadura en Chile y han capturado la imaginación de novelistas, drama-turgas, cineastas y críticas culturales que han elaborado pro-puestas de indudable valor en torno a esa problemática. Obras que, a partir de esas figuras liminales que participan, a la vez, de las gramáticas de la víctima y del perpetrador, exploraban los límites de las categorías establecidas en torno al terrorismo de Estado y, de ese modo, trataban de contribuir a una renovación de los lenguajes y los marcos desde los que pensar la violencia de la dictadura y sus efectos.
La experiencia vivida por esas figuras ambivalentes fue, lo sabemos, enormemente compleja. Algunas de ellas, como el caso de Luz Arce o Marcia Merino, han aportado públicamente sus testimonios, lo que ha permitido comprender algunas de las dinámicas psicológicas y represivas que hicieron posible su colaboración. Los procesos vividos por ellas pueden ser, sin duda, interpretables desde diferentes marcos y ejes de sentido. En este trabajo nos centraremos en uno de ellos, el que con más potencia ha centrado el debate en torno a estas figuras y ha arrojado significaciones y sentidos sobre ellas: el de la traición.
Lo haremos a partir de una figura especialmente propicia para pensar en torno a él: la de Miguel Estay Reino, conoci-do como el Fanta. Se trata de un personaje bien conocido, que parece encarnar a la perfección esa figura que, en su detallada tipología de torturadores de la dictadura chilena, Santos y Pi-zarro categorizan como el converso. Dentro de la amplia cate-goría de los creyentes, que presentan la convicción de hacer lo correcto al dedicarse a la represión y la violencia de Estado, la subcategoría del converso alude a “aquel sujeto que estaba en el otro lado, que era parte del enemigo, pero que por diferen-tes motivos ha tomado conciencia de que estaba equivocado y decide pasarse al otro bando”. Como señalan los autores, ese cambio de bando puede deberse a diferentes moti-vos y, de modo específico, puede mediar la violencia en él o no. En el caso del Fanta, todo parece indicar que esa mediación fue leve o inexistente, y en ningún caso equiparable a la de otros militantes que sólo llegaron a colaborar tras largas sesiones de tortura: “fue detenido y en una fracción menor de tiempo, hizo un giro dramático y definitivo, sin que mediara el terror de la tortura”.
|