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Explica Eduardo Cirlot, en su ya clásico Diccionario de Símbolos, que entre los gnósticos Ouroboros es un dragón o una serpiente que se muerde la cola. Simboliza el tiempo y la continuidad de la vida, pero también se refiere a la idea de una naturaleza capaz de renovarse a sí misma cíclicamente. Pues bien, a este mismo simbolismo que representa Ouroboros parecen ajustarse estas dos querellas con que se abre y se cierra la modernidad, y que en lo concerniente a sus respectiva artes reproducen versiones de la que Mario Praz, en 'Mnemosyne. El paralelismo entre la literatura y las artes visuales', llama dialéctica de la curva y de la recta: «Cuando se produjo la reacción frente al barroco, y volvió a insistirse en los principios de la belleza clásica, obviamente hubieron de invertirse las características dominantes a las que habían recurrido los artistas del siglo XVII para lograr aquellos efectos de novedad y sorpresa. Frente a la acumulación, la sencillez; frente al movimiento apasionado, la noble calma; frente al desorden (o a lo que se percibía como tal), el orden; frente a lo insólito y raro, la belleza perfecta; frente a la curva, la línea recta». Frente al amaneramiento armonicista y curvilíneo de la ópera francesa o la grandilocuencia del cine de qualité, bautizado irónicamente como el «cine de papá», la sencillez melódica y rectilínea de las ópera bufas venidas de Italia o el cine despojado y sincero de la Nouvelle Vague, que hace suyo, a su manera, el adagio kantiano de ¡Sapere aude!. De nuevo la serpiente Ouroboros se muerde la cola, con dos siglos de diferencia, en las adoquinadas calles de París: distintas maneras, en fin, de entender la ancestral batalla que libra la luz contra las muchas gradaciones de sombra.
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