|
Quizá merezca la pena acabar con cuatro observaciones finales. En primer
lugar, el éxito de la provincia como instrumento de centralización no
asegura de manera automática su dominio absoluto en el juego de los imaginarios
simbólico-culturales. Cabe aportar un dato al respecto. Según los
estudios procedentes de la geografía política, la imagen geográfica de España
conservó hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XIX una cierta
recreación de las unidades territoriales históricas —el viejo modelo de los
trece o catorce reinos o principados, que con el tiempo se convertirían en
«regiones»— junto con la representación de las nuevas provincias. De este modo, en el ámbito de la enseñanza no se produjo un olvido programado
de la antigua diferenciación territorial.
En segundo lugar, tampoco debería marginarse la idea de que la división
provincial pudo haber convertido la percepción de un ámbito compartido
como un hecho secundario. Éste fue el caso de la provincia de Valencia,
cuyo espacio no se configuró por criterios históricos y culturales, sino más
bien por estímulos relacionados con el crecimiento económico y, en particular,
la especialización agraria, el desarrollo comercial y los ferrocarriles.
En tercer lugar, valdría la pena profundizar en el estudio de las estrategias
de los grupos dirigentes provinciales, lo que significa también analizar
la capacidad de redefinición de las jerarquías urbanas y de los ámbitos económicos
desde la capital provincial. Así, por ejemplo, las élites de Alicante
fueron conscientes de la importancia que implicaba el hecho provincial y
activaron viejas rivalidades, ahora con signo provincialista.
Por último, el posible éxito provincial pudo hacer, como en el caso
valenciano, que la elaboración de una tradición cultural e histórica propia y
regionalmente compartida fuera durante mucho tiempo, al menos hasta la
Restauración, un fenómeno parcial, no generalizado y de muy tardía politización.
Ésta no ocurrió, en forma de regionalismo político, hasta la década
de 1920, para devenir aparentemente mayoritaria durante la Segunda República,
cuando católicos y, en menor medida, republicanos adoptaron un
discurso explícitamente regional. Sólo poco antes, pero con menor éxito,
había tenido lugar la subversión de los esquemas (previamente asumidos)
de la identidad regional para conformar políticamente planteamientos
nacionales alternativos al español. Ahora bien, debe tenerse siempre presente
que la construcción misma de una identidad regional valenciana, susceptible
de politización en sentido regionalista o nacionalmente alternativa,
fue posible precisamente por el proceso de construcción y difusión de la
identidad nacional española: el énfasis en la soberanía nacional, interpretada
a la manera insurreccional y juntista, estimuló su argumentación con
referencia al pasado local privativo; a ello se añadieron las propias tensiones
internas entre los liberalismos y dentro de ellos. De nuevo, el juego de
los espejos o la ambigüedad del territorio y la nación.
|