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La lepra es una enfermedad granulomatosa sistémica crónica y contagiosa, producida por Mycobacterium leprae (bacilo de Hansen). Se transmite de persona a persona y tiene un largo período de incubación (entre 2 y 6 años). Existen dos formas clínicas polares: lepra lepromatosa (multibacilar) y lepra tuberculoide (paucibacilar), con otras formas intermedias de características híbridas. Las manifestaciones orales suelen aparecer en la lepra lepromatosa y se producen en el 20 al 60% de los casos. Pueden tratarse de nódulos múltiples (lepromas), que progresan a necrosis y ulceración. Las úlceras curan con lentitud; forman cicatrices atróficas o pueden causar la destrucción del tejido. Las lesiones suelen localizarse en el paladar duro y blando, en la úvula, en el dorso de la lengua, en los labios y en las encías. También puede producirse destrucción de la parte frontal del maxilar y pérdida de dientes. El diagnóstico, basado en la presunción clínica, se completa con el examen bacteriológico e histopatológico, así como mediante la prueba de la lepromina (intradermorreacción que suele ser negativa en la forma lepromatosa y positiva en la tuberculoide). El diagnóstico diferencial incluye lupus eritematoso sistémico, sarcoidosis, leishmaniasis cutánea y otras enfermedades de la piel, sífilis terciaria, linfomas, micosis sistémicas, lesiones traumáticas y neoplasias malignas, entre otras. El tratamiento es difícil, ya que ha de prolongarse durante mucho tiempo, requiere varios fármacos con efectos adversos y resulta muy caro, sobre todo para los países menos desarrollados. Los de empleo más frecuente son la dapsona, la rifampicina y la clofazimina. También son eficaces las quinolonas, como ofloxacino y pefloxacino, así como algunos macrólidos, como la claritromicina y la minociclina. En el presente trabajo se expone el caso clínico de un paciente afecto de lepra lepromatosa, adquirida en un ambiente familiar de contagio durante la infancia y adolescencia.
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