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Con frecuencia, la sociología de la educación se mueve con dificultad en el vasto campo que intermedia entre los estudios teóricos, muchas veces de inspiración filosófica, que permiten comprender y dar sentido a las grandes tendencias de los sistemas escolares en las sociedades contemporáneas, y la investigación empírica, por lo general, demasiado preocupada por la exactitud de la medición y la confiabilidad de los datos que pretenden representar aquellas tendencias. No es raro que así suceda. Por un lado, una acentuada conciencia teórica genera una visión más complejizante, más crítica, y menos pragmática frente a las necesidades de evaluación que enfrenta todo sistema educativo y suele, por ello afrontar directamente la tarea de discutir las bases, supuestos y consecuencias de esa evaluación. Por otro, la preocupación por la precisión de las evaluaciones, que ha sido parte importante de las discusiones sobre el estado de la educación en distintas partes del mundo en los últimos tiempos y de múltiples estudios comparativos, lleva implícito un cierto olvido de la ?validez? sustantiva de la medición, esto es, un notorio silencio sobre la pregunta de qué es aquello que se está midiendo, cuál es su naturaleza y su historia, en qué tipo de relaciones está inscripto, y hasta qué punto, finalmente, esos indicadores realmente miden aquello que pretenden medir.
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