|
En un conocido pasaje de la Metafísica, Aristóteles afirma que el Ser −es decir, lo que hay de más general, lo que es común a todas las cosas− se dice de muchas maneras, pero todo Ser «se dice en orden a un solo principio» (libro IV, 2). Muchos siglos después de que el estagirita estableciera que el objeto de esa ciencia era «el Ser en cuanto Ser y lo que le corresponde de suyo», Friedrich Hölderlin, un poeta doblado de filósofo, proclamará, en los albores del Romanticismo alemán, que los seres humanos no aspiraríamos a restañar el hiato que nos separa del «apacible Uno y Todo del mundo» si no vislumbrásemos «aquella unión infinita, aquel Ser, en el único sentido de la palabra»: «Existe como belleza; nos espera [¿] un nuevo reino donde la belleza será la reina». Un mundo en el que los valores estéticos ya no basculan binariamente entre «lo bello» y «lo feo» es el territorio propicio para que surja y se extienda, a resultas de una operación restaurativa de lo bello aproblemático y sin traumas, la vasta región del kitsch, que, en su calidad de sucedáneo de lo bello dialécticamente articulado, también se dirá de más de un modo.
|